"Lo siento. Lo siento, papá. No lo volveré a hacer. Para por favor, no me pegues más..."
El cariño. Ese es el motor que mueve al niño. Cuando somos pequeños nuestro único objetivo en la vida es que nos quieran, que nuestros padres nos quieran, que nos hagan caso, sentirnos arropados y protegidos. El niño sólo quiere afecto y quitárselo es su mayor castigo. Usar esa conciencia para educar es una técnica que muchos psicólogos infantiles recomiendan por encima del castigo físico. Por el contrario, el insulto, la humillación, la fuerza física, pueden provocar en los menores un daño irreparable que acaba manifestándose a partir de la adolescencia a través de dolencias psicológicas que pueden ir desde la depresión hasta el trastorno de la personalidad, derivando incluso en enfermedades mentales más graves.
Cuando uno se convierte en adulto, a menudo sufre una auténtica amnesia respecto a los sentimientos que tenía de niño. Es difícil pararse a recordar cómo nos podía hacer sentir una regañina de nuestros padres. Sin embargo, debería ser una práctica frecuente para los padres. No sería muy difícil entonces comprender hasta qué punto puede llegar a destrozar a un niño que sus padres, los únicos seres que tiene sobre la tierra, esos de los que depende, le hagan daño.
Miedo, angustia, incomprensión, sentimiento de culpa, soledad, indefensión. Son sólo algunas de las muchas palabras que podrían definir el sentimiento de un niño maltratado. Con los años, el niño acaba aislándose, sintiendo vergüenza de sí mismo, sintiéndose culpable por la falta de cariño de sus padres, sintiéndose malo porque así se lo han hecho creer.
Nada justifica un cachetón a un niño. Nada. Y mucho menos una paliza. A los adultos se nos presupone la capacidad de raciocinio, de madurez y de autocontrol que debería ser suficiente para educar a nuestros hijos sin necesidad de emplear la violencia. Jugar con los afectos de un modo educativo, usar la inteligencia y la ventaja que nos dan los años para enseñar a los pequeños a cumplir con los valores que queramos inculcarles, debería ser suficiente para conseguir dicho objetivo.
Sin embargo, la sociedad de hoy en día sigue justificando y perdonando el cachete. Seguimos viendo en la calle padres que pegan a sus hijos, la mayor parte de las veces en arranques de ira incontrolados, como vía para descargar la propia impotencia para educar más que como medio para hacerlo. Y seguimos callando.
"Me cago en tu madre", "niño tú eres tonto", "te voy a partir la cara", "te doy un bofetón que te acuerdas", se sigue oyendo a diario en los supermercados, en la consulta del médico, en los parques. Y nadie dice nada.
Si mañana viéramos a un hombre pegar un bofetón a una mujer en mitad de la calle, pocos dudaríamos en coger el teléfono y llamar a la policía. Si escuchásemos gritos en la casa de al lado de una mujer a la que le están pegando, llamaríamos inmediatamente. Es un gran avance en la lucha contra la violencia de género que en los últimos años las políticas gubernamentales y las campañas de concienciación han conseguido.
Sin embargo, seguimos pasando de largo cuando vemos a una madre pegar a su hijo. Seguimos haciendo oídos sordos cuando escuchamos a un niño llorar porque su padre le está pegando. Seguimos escuchando y asintiendo cuando los padres justifican estos golpes, estos insultos, con frases como "es que si no, no aprende". Y mientras tanto, 417.542 menores siguen sufriendo habitualmente malos tratos físicos y psicológicos en toda España.
Hoy es el Día Mundial de la Infancia. Un día para sentarnos y acordarnos de que una vez nosotros también fuimos niños. Un día para hacer examen de conciencia y pensar que los niños de hoy son los adultos que levantarán el mundo mañana. Un día para mirarnos a nosotros mismos, para mirarnos por dentro, y escucharnos y descubrir cuántas de nuestras malas actitudes, de nuestras fobias, de nuestros defectos y nuestras manías no procederán de una palabra mal dada por nuestros padres, de un bofetón incomprendido, de un sentimiento de desamparo. Hoy es el día para mirarnos y a continuación mirar a nuestros hijos, y entonces decidir cómo queremos que sean.